Presentación: la misericordia/reconciliación, un escándalo inaceptable
La misericordia es uno de los atributos fundamentales del
Dios judeocristiano, a tal punto que define el modo propio que Él tiene para
relacionarse con nosotros. El Salmo 135, cuando va relatando detalladamente la
liberación de Israel del poder de Egipto intercala continuamente, como un estribillo,
la aclamación porque es eterna su misericordia, como si se tratara del motivo y
de la finalidad por la cual Dios actúa en medio de nosotros.
La misericordia es, por otro lado, un valor poco comprendido en una cultura como la nuestra, en la que
se exalta la necesidad de la justicia como condición fundamental de la
convivencia humana. La indignación frente a fenómenos como la inseguridad, la
injusticia, la violencia, no deja lugar a una actitud como es la de “dar una
nueva posibilidad a quien ha hecho el mal”. A tal punto que, cuando semejante
cosa se produce, lo vemos como un acto de debilidad
por parte de quien no sabe poner punto final al mal, o incluso de complicidad entre personas que
prefieren salvar su pellejo. Al mismo tiempo, en el ámbito específicamente cristiano,
la misericordia es vista por muchos como una justificación del pecado: ¿Quién de nosotros no ha escuchado alguna
vez la frase: “claro, hacé lo que quieras total después te vas a confesar y
listo”?
Quienes “frecuentamos” la misericordia de Dios corremos el
riesgo de no percibir su carácter revolucionario y su fuerza transformadora, ya
sea porque nos acostumbramos a ella
o porque la edulcoramos de tal
manera que somos incapaces de percibir las exigencias que la misma conlleva en
nuestra vida.
La experiencia real
de misericordia es transformadora y reveladora: lleva por sí misma al
arrepentimiento, al reconocimiento de la propia fragilidad, al deseo de cambiar
la propia vida y comenzar de nuevo. Nunca deja a la persona igual a como la
encontró. Y como consecuencia produce siempre la reconciliación, reconstruye
puentes, acerca distancias.
Es por eso que nos
debemos, como cristianos, una reflexión sobre ella – tan oportunamente
propuesta por el Papa Francisco como tema para profundizar durante el año que
viene. Si comprendemos el alcance de la misericordia indirectamente revitalizaremos
tantos esfuerzos que en nuestra Iglesia se encuentran envejecidos o son incomprendidos.
Introducción: el sacramento de la reconciliación, ámbito privilegiado de la misericordia
La reconciliación
es un valor que va más allá del
sacramento que lleva su nombre. Sin embargo, es en éste donde la misma
encuentra un ámbito privilegiado para expresarse y ser experimentada. Yo quisiera proponerles un
recorrido por las 4 partes principales del sacramento, no para dar una
clase de teología, sino para confrontar nuestra vida con las diversas etapas
que conforman la experiencia de la reconciliación con Dios.
Tomaremos como texto inspirador la Parábola del Padre Misericordioso (Lc 15,
11-32). El mismo refleja las mencionadas etapas, cada una de las cuales refleja un momento del camino, con
sus características y consecuencias para la vida espiritual. Se trata concretamente de las siguientes partes:
Contrición:
es la experiencia y el sentimiento de la conversión, y no tanto el “dolor por
las culpas”, como muchas veces lo comprendemos (esto último en definitiva, es
“narcisismo” espiritual). Es el momento de la metanoia, del cambio de mentalidad, en el que tomamos conciencia de
que nuestra vida ha ido por la dirección equivocada, en que hemos “malgastado
los bienes que se nos han confiado” – como sucede al hijo pródigo – y sentimos
el deseo de emprender el camino de regreso.
Confesión:
se trata de la exteriorización verbal de la conversión. De aquí que no se trate
de una mera “enumeración” de faltas, sino de la necesidad de “contar”, “narrar”
la propia vida, compartirla con el Otro. Para los antiguos Padres, la verdadera
confesión no se limitaba a “admitir”
los pecados, sino que incluía la posibilidad de narrar las maravillas de Dios
en la propia vida. Pensemos en las Confesiones
de San Agustín; o en el inicio del
Salmo 88: cantaré eternamente las
misericordias del Señor; o en el Salmo 135, que va alternando como una
letanía constante, junto a la narración de la liberación del Éxodo, el
versículo porque es eterna su
misericordia. Se trata de aquel he pecado
contra el cielo y contra ti del hijo que vuelve a su casa, y a quien duele
más haber traicionado el amor de su padre que haberse equivocado. Y es que la
experiencia de conversión lleva a descubrir, junto a la propia fragilidad, la
Presencia evidente y constante de Dios en nuestra vida. Por eso la conciencia
de pecado, al menos la verdadera, va siempre de la mano de la conciencia de
Dios.
Penitencia:
es la concreción del arrepentimiento. No se trata, como tantas veces se
entiende, de un mero acto reparador frente a una ofensa infringida, sino de la
terapia que busca sanar las heridas que el pecado ha dejado en nosotros. La
penitencia debe colaborar en la “liberación” de un corazón oprimido, debe hacer
experimentar al pecador arrepentido que su corazón no es una piedra, sino que
aún puede ser capaz de amar, que aún tiene algo para dar a los demás.
Perdón: es
el acto oficial y solemne de paz con Dios y con la Iglesia. No se trata de una
“sentencia favorable” de un Juez bueno sino de la palabra creadora del mismo
Dios que es capaz de hacer revivir los huesos secos. Es el soplo que da vida al
barro, el aceite del Buen Samaritano que cura nuestras heridas. El abrazo del
padre que nos espera al final del camino. Es la certeza de que no estamos solos
en este camino de regreso. Es aquel “te perdono” de un amigo que nos libera del
peso de una culpa y nos permite volver a sonreír y darle la mano mirándolo a
los ojos.
Les propongo que realicemos juntos este camino. Intentemos
profundizar cada una de estas etapas para comprenderlas un poco más.
La contrición: la lógica del arrepentimiento
La palabra contrición,
en su significado bíblico, hace referencia al aplastamiento, en el sentido de
romper y desmenuzar un objeto para destruir su altura, de modo que se vuelva
bajo y débil. El corazón contrito es semejante a la piedra que ha sido pulverizada,
y ha perdido las durezas que lo volvían impermeable a la acción del Espíritu
Santo. La contrición, en este sentido, no destruye el valor humano de la
persona, sino que quiebra aquellos aspectos del corazón que se han construido
sobre una falsa grandeza: abajar el corazón significa volverlo a sus límites
originales, al ser creatura.
La acusación de sí
mismo es, podríamos decir, un primer sacrificio, por el cual el penitente
renuncia a la auto-justificación y reconoce el punto de vista de Dios: Yo reconozco mi falta, tengo siempre
presente mi pecado.
Sin embargo, el arrepentimiento no es un mero esfuerzo
psicológico, o una simple toma de conciencia. En él tiene un papel fundamental el Espíritu Santo. Él es – según Jn –
quien convence al mundo de su pecado
(Jn 6,8). Es quien abre el alma a una visión espiritual, y no solo moral o
psicológica de la propia culpa. La visión del mal aislada de la visión de Dios
asusta. Si nos falta el conocimiento simultáneo del pecado y del perdón caemos
en una visión reducida del hombre y de Dios: miramos al hombre solamente como
un ser capaz de multiplicar sus aberraciones, y de este modo lo cubrimos con
una apariencia de virtud (lo justificamos), y miramos a Dios en el límite
incierto entre la justicia y la misericordia, el poder y la ternura. El Espíritu
nos permite salir de la obsesión psicológica de la culpa y abrirnos a la mirada
de Dios.
Respecto a los sentimientos que forman parte de la
contrición, podemos hablar en primer lugar de la vergüenza por los pecados. Ella nace al darnos cuenta de que, rebelándonos
contra Dios, nos hemos rebajado a nosotros mismos, nos hemos despojado de la
identidad de hijos, cayendo en la condición lamentable del hijo pródigo que se
confunde con los cerdos (Lc 15,16).
El otro sentimiento típico el dolor por los pecados. Pero debemos aclarar: existe un tipo de
dolor que levanta al pecador y otro que lo arruina. El arrepentimiento verdadero
se produce cuando el pecador se da cuenta que ha traicionado a Dios: contra ti solo pequé. El
arrepentimiento dañino es un dolor autorreferencial, es la pena por haberse
fallado a sí mismo. Mientras el arrepentimiento sano es objetivo y apunta a
devolver el yo a la órbita de Dios, el otro – el dañino – es subjetivo, en
cuanto pone al centro el yo psicológico, en torno al cual todo gira. Las
consecuencias de un arrepentimiento enfermo son, tantas veces, diversas formas
de auto-castigo, a través de las cuales el sujeto intenta experimentar la salvación.
Cuando alguien así se acerca al sacramento lo hace solamente movido por la necesidad
de encausar su sentimiento de culpa. El arrepentimiento sano, por el contrario,
empuja al pecador a aceptar el abrazo paterno en el cual cada intento de
auto-redención es sofocado por la única estrategia realmente redentora: el amor
del Otro que perdona.
Finalmente, en esta anatomía de la contrición puede existir
una tentación: desesperar del Amor de
Dios. El mayor obstáculo al perdón no es la gravedad ni la cantidad de
pecados, sino el hecho de huir lejos de la mirada divina, engañados por el
miedo de que el camino de regreso sea demasiado árido. En este sentido, no es
aconsejable la actitud – en apariencia virtuosa – de quien espera a madurar su
arrepentimiento para pedir perdón a Dios. El arrepentimiento imperfecto – que
la Tradición de la Iglesia ha llamado atrición
– es preferible a la soberbia espiritual de quien se funda sobre sus propias
razones para pedir perdón a Dios.
La confesión: narrar las maravillas de Dios en nosotros
Desde el punto de
vista meramente humano, la necesidad de exhibir en público la esfera de la
intimidad es un fenómeno que está de moda en el mundo occidental. Resulta
interesante el fenómeno del “confesional televisivo”: «La sociedad narcisista y
mediática ha hecho de la confesión, hasta hace poco sospechosa en nombre de la
protección de la vida privada, una auténtica categoría del ser: “Yo confieso,
luego existo”.» (R. Scholtus). Al
mismo tiempo, esto expresa una necesidad confusa de compartir a toda costa con
alguien lo que sucede en la esfera más íntima del “yo”, como un modo de hacer
frente al terror de la soledad.
Frente a este fenómeno se ha comenzado a valorizar
pastoralmente, desde hace ya algunas décadas, el perfil antropológico de la
confesión. La misma ha sido reconocida como un valioso medio terapéutico, capaz
de llenar los vacíos psicológicos y relacionales. Se ha comenzado a hablar del
“sacramento del diálogo”, en el
contexto de la conocida “pastoral de la escucha”.
Lamentablemente, tal propuesta ha caído en su propia trampa.
Nos hemos dado cuenta que reducir el
sacramento a un coloquio ha vaciado de sentido el acto mismo de confesar, al extremo de
transformarlo en el acto de confrontarse
con la generalidad de los problemas de la vida, con la única particularidad de
que se elige como interlocutor un hombre de Iglesia, a quien se atribuye
popularmente una cierta autoridad moral y sabiduría humana. Los confesores se
han transformado, así, en “psicólogos gratuitos” (citando literalmente una
frase que he escuchado).
El peligro se comprende si profundizamos el mismo término “confesión”, la cual es mucho
más que una mera “catarsis”. Dicho acto es ante todo un modo de relacionarse
con Dios, un modo de reconocerlo, de expresarlo. Veamos algunos elementos de la
misma…
El arrepentimiento,
una vez que ha madurado espiritualmente, pasa
del corazón a los labios y rompe el aislamiento que el pecado había
provocado en el sujeto – haciéndolo esconderse de la mirada divina, como Adán
en el Paraíso. Mientras el pecado priva a la palabra del soplo divino y
enmudece la boca, la confesión, por el contrario, la vuelve a abrir, haciendo
decir lo que Dios espera del pecador, y que es indispensable para poder
intervenir y perdonarlo: He pecado.
En la confesión, antes que nada, todo depende de la idea de
Dios. Si se tiene la imagen de un Dios
autoritario, de un juez identificado con la Ley o con un ideal de
perfección, quien se confiesa no hará otra cosa que enumerar sus transgresiones
y tratar de admitir sus defectos. De este modo existe el peligro de caer en
confesiones introspectivas, centradas en el propio “yo”, en las cuales nunca
asumimos el rol de penitentes sino que nos volvemos redentores de nosotros
mismos, sustituyendo la fe como relación con el Dios viviente por un principio
ético, donde el concepto abstracto de bien remplaza al rostro del Bueno.[1]
Resulta interesante constatar que el verbo confesar nace en el contexto cultual del
Antiguo Testamento. Significaba proclamar, celebrar, reconocer y profesar
la fe en el Dios de la Alianza. Es decir, se trata de la reacción del creyente frente a la conciencia de las maravillas que Dios
ha cumplido en favor de su pueblo. La confesión de los pecados, en este
sentido, no es un hecho independiente o aislado, sino que es uno de los
momentos de la confesión de fe.
La misma dinámica
vale para el cristiano. El creyente realiza su confesión en el clima
relacional de la paternidad divina, y la realiza como un ejercicio de contemplación
y de narración de su historia sagrada, una historia entrelazada por la doble
cara de la abundante miseria humana y la sobreabundante misericordia divina. La
confesión debe contener un momento “moral” (confesión
del pecado), pero también un momento “teologal” (confesión de fe).
De este modo, en el desplazamiento hacia el “Tú” de la
relación se puede apreciar la diferencia entre la confesión patológica de un
“yo” autorreferencial y la confesión sacramental que llega a pronunciar la palabra
de la alteridad: «contra Ti,
contra Ti solo he pecado» (Sal 50,6).
Pero la confessio
contiene aún un tercer aspecto: la
gratitud. Sabemos que la esencia del pecado es la ingratitud (Rm 1,21). La
culpa original había deformado la vocación del hombre a la grandeza, haciéndole
creer que podía obtener por su cuenta lo que Dios quería ofrecerle como don (Gn
3,5). El hombre abusa del don, utilizándolo al margen del amor y negándose a
ser agradecido. En esta ingratitud ama los dones sin amar al Donante. Confesar
el pecado significa admitir que se ha abusado de los bienes vitales, no solo en
su materialidad, sino en su valor epifánico, de símbolos que comunican el amor
del Padre y dan al hombre la posibilidad de transformar este mundo en una
transparencia anticipada del Reino. El reconocimiento del valor de don que
estos bienes poseen se convierte espontáneamente en gratitud hacia el Creador y
hace brotar del corazón una alabanza por su generosidad. Es lo que la Tradición
ha llamado la confesión de alabanza.
En síntesis, la
confesión de los pecados, la confesión de la fe y la confesión de alabanza son
tres momentos de un único proceso en el que el creyente viaja del aislamiento
autosuficiente al reconocimiento progresivo de la centralidad de Dios como
fundamento de su propia vida. Confesar significa, de este modo, mucho más que
descargarnos, o que enumerar nuestras faltas. Es animarnos a mirar a Dios cara
a cara y declararle humildemente nuestra condición de creaturas amadas y
necesitadas de Él.
La penitencia: la terapia de las obras
Para que la conversión no sea un simple propósito, hace
falta que las acciones “hablen” la misma lengua que la confesión del pecado,
que su reconocimiento pase de la palabra que lo declara a la acción que intenta
remediarlo.
Actualmente, la parte
más descuidada del IV sacramento son las
obras penitenciales, que ya desde hace algunos siglos, cumplen la mera
función de un apéndice devoto al rito, el cual incluso muchos confesores omiten
por no considerarlo necesario o no querer entrar en conflicto con el penitente.
Sin embargo, nada más equivocado que esta idea.
En los primeros tiempos, las obras penitenciales eran la
etapa que más duraba, llegando incluso a 3 años en ciertos períodos de la
historia. Y eran la condición para poder recibir el perdón sacramental.
Pero debemos tener cuidado de comprender la penitencia como
un castigo o pena por los pecados
cometidos. Durante mucho tiempo se ha comprendido de este modo (una
“satisfacción” en el sentido pleno de la palabra) y es esta justamente una de
las causas por las que hoy en día cuesta tanto trabajo comprender su sentido. Hay
que decir que el pecador ya se castiga a sí mismo, en cuanto el pecado provoca
una herida o trauma en quien lo comete. El objetivo de la penitencia es la sanación del cristiano, de modo que
pueda recuperar su estado original de creatura hecha a imagen de Dios.
El perdón no borra las culpas solo porque la absolución – a
la manera de un veredicto judicial – las declare superadas. Lo que el perdón elimina son las
huellas, las cicatrices que el
pecado ha dejado y que se hacen sentir bajo forma de división interior o de
resistencia a la acción del Espíritu Santo. Pero no basta que uno se declare
arrepentido y decida cambiar de vida para que desaparezcan, como por arte de magia,
los desordenes provocados por el pecado. La
sanación de las heridas es una
terapia larga, que lleva su tiempo, ya que el pecado no roza simplemente al
sujeto en su superficie, sino que penetra todos los poros de su ser. En este
sentido, el “factor tiempo”, la duración de la penitencia, es un elemento necesario
que no debe ser subestimado: «el enfermo no sana sino luego de una larga
disciplina terapéutica». (S. Agustín).
Las obras penitenciales ayudan a esta pedagogía de conversión. Funcionan como un fármaco que sana poco a
poco la herida del pecado liberando al penitente de las inclinaciones al mismo.
Pero ellas no pueden darse sin una
cierta dosis de dolor psicológico y espiritual, algo que es difícil de
aceptar en una cultura que persigue el mito del bienestar y anestesia toda
forma de dolor, impidiendo aceptar el sufrimiento como momento pascual de la vida.
Es por eso que a un
pecado concreto corresponde una penitencia concreta. La penitencia no debe
ser ni demasiado pesada – que aleje al penitente del sacramento y le impida
vivir la alegría del perdón – ni mínima o simbólica – dando a entender que el
pecado no es algo serio. Los Padres solían decir que «Las cosas contrarias se sanan
con las contrarias» (Juan Casiano).
Así, por ejemplo, «las obras de humildad se usan contra la soberbia, las de
limosna contra la avaricia, etc.».
En síntesis, debemos
ser capaces de recuperar la etapa penitencial como parte esencial del
sacramento. Y en este sentido, son importantes dos cosas:
La sabia elección de una penitencia adecuada (por parte del confesor, pero que puede
resultar del diálogo con el penitente) que pueda colaborar a la sanación de la
herida del pecado. Debemos superar las “penitencias estándar”, que nada dicen a
la vida concreta de quien se acerca al sacramento.
La recuperación del “factor
tiempo” como elemento indispensable. Una penitencia no puede durar 2 minutos.
El tiempo habla de la continuidad: si queremos recuperar nuestra autenticidad y
sanar nuestras heridas debemos admitir que nuestro pecado, cometido en el
pasado, nos pertenece, aunque ello no significa que debamos permanecer anclados
al mal que hemos cometido, y mucho menos luego de haber celebrado el
sacramento.
El perdón: la resurrección del corazón
Ab-solvere
significa disolver, desatar, liberar de.
Se trata del acto del sacramento en el que el pecador se abre a una condición de libertad, de la cual se había visto privado.
Sin embargo, también este término comporta algunos peligros. El cristiano se ha
acostumbrado a pensar en la absolución
como un veredicto pronunciado por un tribunal. Como si el perdón de los
pecados consistiera principalmente en la “declaración” de inocencia de una
culpa de la que se es acusado. El pecado, en este caso, tendría efectos solamente exteriores al hombre:
se trataría, en todo caso, de una ofensa a Dios, o de una transgresión de su
Ley.
Por el contrario, el perdón, más que la cancelación de una
pena es una participación renovada en la vida trinitaria: no es el efecto de
una acción que el Espíritu realiza a la distancia, sino la comunicación personal del mismo Espíritu que penetra en el corazón
del pecador y lo abre a recibir la compasión del Padre. El Espíritu Santo mismo
es el perdón de los pecados. Pensemos en que el pecado no es otra cosa que una
relación truncada, una ruptura, y que el Espíritu es comunión. Una vez que ha
sido derramado en el corazón, se vuelve el
vínculo de amor que reconcilia al hombre con las personas divinas. De este
modo, reconciliándose con Dios, el hombre se une a Aquél en el cual todo se
encuentra unido y encuentra el camino para su íntima unión con todo. El efecto
final del sacramento es el de arrancar al hombre de la situación de aislamiento
y de separación producida por el pecado, para unirlo, espiritual y físicamente,
a toda la realidad eclesial, humana y cósmica.
El perdón es una verdadera resurrección espiritual en la vida del pecador: el evento anticipado
– en el interior del corazón – de aquella resurrección que un día volverá
inmortal y glorioso su cuerpo. El pecador es perdonado en un “cara a cara” con
el Resucitado, quien desciende a los infiernos de su angustia, lo visita, y lo
despierta a la vida bautismal.
Muchos cristianos, incluso luego de haber recibido la
absolución, continúan reprochándose los pecados del pasado, haciendo que este permanente
recuerdo los atormente. El mal ha dejado en ellos una huella tan profunda que
se ha convertido en una constante memoria negativa. Aunque traten de arrancar
ciertos hechos de su pasado, no logran hacerlo, y sienten que su futuro se verá
fatalmente condicionado por los mismos. Semejante experiencia brota de una
visión exclusivamente horizontal de la historia personal. Una verdadera
experiencia del perdón permite sanar la memoria humana insertándola en la
memoria de la redención. Dios no sella los instantes de la vida de sus hijos,
como si cada acto tuviera un sentido definitivo en el momento en el que es
realizado. Sería un error confundir el perdón con el olvido. Más que una amnesia
del mal, el perdón es una anamnesis continua
del pecado perdonado. Es una memoria pascual: recordamos el mal, pero al
mismo tiempo somos conscientes de que alguien se ha hecho cargo de él.