sábado, 20 de septiembre de 2014

La importancia de la unción de los enfermos

Lamentablemente, como solía decir un teólogo francés hace algunas décadas, se trata del "pariente pobre de los sacramentos". Por diversos motivos. Hasta hace algunos años se la llamaba la Extremaunción, porque solo se daba a las personas que estaban a punto de morir. En ese sentido, el sacramento provocaba una especie de terror en las personas, y nadie se animaba a pedirlo al sacerdote, porque significaba "reconocer que el enfermo ya no tenía cura".

Hoy en día, si bien esa concepción ha sido en parte superada, debemos reconocer que muchos siguen pensando de esa manera, y que incluso aquellos que ya no la ven para los moribundos, sino para los enfermos, aún así continúan considerándola un sacramento "para casos de urgencia" (antes de una operación importante, en que la propia vida puede estar en riesgo, una persona de edad muy avanzada, una enfermedad con cierto grado de gravedad, etc.). En pocas palabras, continuamos viendo el sacramento de los enfermos como el "sacramento de los enfermos graves".

Les comparto algunas ideas importantes respecto a este sacramento:

En los primeros tiempos de la Iglesia (primer milenio), la unción era considerada UN RITO QUE AYUDABA NO A MORIR, SINO A VIVIR. Los cristianos la celebraban con la esperanza de ser sanados de sus enfermedades. Posteriormente, por diversas circunstancias históricas, se ha comenzado a entender como sacramento de cara a la muerte.

- Existía, efectivamente, un sacramento específico para los moribundos, pero no era la unción, sino la "comunión", que en el lecho del enfermo adquiere un nombre especial: "EL SANTO VIÁTICO". Lamentablemente hoy hemos perdido esa práctica (un poco por falta de formación, otro poco porque los sacerdotes somos perezosos): son muy pocos los que piden el viático para alguien que está muriendo. Sería hermoso que pudiéramos recuperarlo como costumbre: la eucaristía es el regalo más adecuado que nos da Dios para no realizar solos el viaje de este mundo al Paraíso.

- La única condición para poder "celebrar" (uso esta palabra a propósito, en vez de "recibir" o "dar", o "administrar". Los sacramentos se celebran, no se dan o reciben) la unción es que UNA PERSONA ESTÉ SUFRIENDO POR ALGÚN MOTIVO, Y TAL SUFRIMIENTO PROVOQUE EN ELLA UNA CRISIS EXISTENCIAL O ESPIRITUAL IMPORTANTE. Entiéndase bien: no se trata de "peligro de muerte", ni de edad (de hecho hay personas de 80 años que no necesitan el sacramento, simplemente porque se encuentran bien, física y espiritualmente), ni de urgencia. Tampoco se trata exclusivamente de "enfermedades físicas". Hoy en día la medicina está demostrando que lo que entendemos por enfermedad se ha ampliado considerablemente (puede tratarse de enfermedades mentales o psicológicas, como la depresión, alzheimer, trastornos de ansiedad, etc.) Dicho con dos ejemplos opuestos: puedo encontrarme de cara a una operación importante y estar tranquilo espiritualmente. En este caso no necesito el sacramento, porque de hecho Dios me fortalece por otros medios (la eucaristía, la reconciliación, la oración, etc.). O bien, puedo sencillamente estar sufriendo un estado de depresión agudo que realmente dificulta mi vida de fe. En este caso el sacramento de la unción sería totalmente adecuado. En resumen: LA CONVENIENCIA DEL SACRAMENTO NO ESTÁ DETERMINADA POR UNA SITUACIÓN OBJETIVA (enfermedad, peligro de muerte, riesgo, etc.) SINO POR LA EXPERIENCIA QUE DICHA SITUACIÓN PRODUCE EN MI (crisis, miedo, angustia, falta de fe, etc.).

- Por otro lado, podríamos preguntarnos: ¿ES LÍCITO ESPERAR QUE EL SACRAMENTO NOS SANE? CLARO QUE SÍ. Por diversos motivos: el ser humano es espíritu y cuerpo. Todo lo que hace bien o mal a su cuerpo, hace bien o mal a su espíritu. Y la misma verdad sirve para el caso opuesto: todo lo que hace bien o mal al espíritu tiene repercusiones en su cuerpo. Sin embargo debemos TENER CUIDADO EN IDENTIFICAR TAN FÁCILMENTE SANACIÓN CON RECUPERACIÓN FÍSICA. La sanación es un concepto mucho más amplio: se trata de una reintegración total de la persona, que incluye la recuperación de sus energías espirituales, la posibilidad de ver con esperanza el horizonte de la propia vida, la posibilidad de sentir la presencia de Dios de un modo mucho más intenso y, muchas veces (aunque no todas) la recuperación física. La unción no es un rito mágico. Es un sacramento: es un instrumento para encontrarme con Dios y sentir su caricia. Esta caricia suele estar llena de sorpresas. Pero justamente por ser sorpresas, no siempre están condicionadas por lo que nosotros pretendemos.

- ¿CUANTAS VECES SE PUEDE RECIBIR LA UNCIÓN DE LOS ENFERMOS? La respuesta es sencilla: TODAS LAS QUE SEA NECESARIA. No se trata de poner un límite a la gracia de Dios. La frecuencia y la cantidad de veces dependen de las necesidades del enfermo. Precisamente, porque no se trata de un rito mágico a veces hace falta tiempo, paciencia. Las caricias sanan, pero a veces hace falta recibir varias caricias por un tiempo.

- Por último, la unción, como sacramento que debe ser celebrado, NO ES SOLO UNA CUESTIÓN ENTRE EL ENFERMO Y EL SACERDOTE. No es novedad que tantas veces, cuando el sacerdote llega al lecho del enfermo, todos se apresuran a irse "para dejarlos solos". Todo lo contrario: debemos quedarnos, acompañar con nuestra oración. Aunque no lo crean, se ayuda mucho al enfermo sentir la fuerza de la oración de tantas personas que se encuentran a su alrededor. Es la comunidad cristiana que está intercediendo por él. Es una oración que llega con seguridad al cielo. El sacramento, en este sentido, no se compone simplemente de las palabras del sacerdote y el gesto de ungir con oleo en el cuerpo del enfermo. La presencia y oración de la comunidad reunida es una parte esencial de la unción de los enfermos, y es una condición indispensable para que la misma sea eficaz: "cuando dos o más están reunidos en mi nombre, yo estoy en medio de ellos", dice Jesús.

Habría mucho más para decir, pero ya nos hemos alargado bastante. Espero que se animen a celebrar este sacramento olvidado que ha sido regalado por Dios para ser aprovechado. No le tengamos miedo. Ya no lo pensemos en relación a la muerte, ya no lo pensemos para "cierto tipo de personas desgraciadas", ya no lo pensemos como una cosa entre el sacerdote y en el enfermo. Pensemos en cambio en la historia del Buen Samaritano, aquella hermosa parábola que narraba Jesús para explicar la cercanía de Dios con todos los que sufren: Mors et Vita duello conflixere mirando, reza la secuencia del domingo de Pascua (el Victimae Paschali), resumiendo en modo magistral un combate tan antiguo y tan nuevo, tan cósmico y tan humano, tan de Dios y tan nuestro, como es aquél entre la Vida y la Muerte. La sabiduría de la fe nos asegura quién vencerá al final. Sin embargo, no nos exime de la batalla. El camino debe ser transitado, los clavos deben atravesar la carne, la piedra debe ser corrida. Los sacramentos son, en este combate, las armas y el coraje mismo, el escenario de la lucha y el camino a recorrer, los compañeros del viaje y el Anfitrión que nos espera al final. Cada uno toma cuerpo y forma diversa según el estado de la batalla, según el trazo del sendero, según la hora del día. Cada uno puede manifestarse como brisa alentadora de la Vida o escudo templado contra la Muerte. O por qué no ambas cosas al mismo tiempo. La unción de los enfermos es también, en este combate existencial, la Presencia del Buen Samaritano que sana con óleo nuestras heridas y nos carga sobre su montura cuando la dureza del combate nos inmoviliza, nos arroja al costado del camino y nos impide continuar. También él es brisa y escudo, la Vida que anima la vida y la Vida que enfrenta la muerte, y nunca una sin la otra.

martes, 1 de julio de 2014

Mi alma canta la grandeza del Señor: la oración en la vida del cristiano

Una de las frases que más hemos sentido pronunciar a nuestro papa Francisco ha sido recen por mí. El Santo Padre manifiesta este deseo a cada persona que se le acerca, no como cliché que repite en manera mecánica sino como expresión propia de quien es muy consciente de la fuerza de la oración.

Muchas veces los cristianos nos encontramos con personas que nos confían – con cierto dolor – que “no saben rezar”, que cuando se encuentran delante de Dios no saben qué decir, o que escuchando a su alrededor tantas propuestas de oración (rosario, novenas, oración con la Biblia) se sienten desorientados a la hora de encontrar el modo más conveniente para ellos. Por eso, me gustaría proponer algunas migajas del gran tesoro de sabiduría que la Iglesia ha reunido a lo largo de dos mil años respecto a la oración cristiana.

Ante todo, rehusamos hablar de métodos de oración, ya que no se trata de una técnica (a la manera del yoga, o de la concentración mental), sino de una actitud frente a Dios. Las técnicas físicas y mentales pueden ayudar, pueden disponer, pero jamás reemplazar la oración. No se trata de métodos sino de caminos para encontrarnos con Dios: lo que importa, en definitiva, es el encuentro. Resultan interesantes, en este sentido, las definiciones de oración de dos grandes santas carmelitas. Santa Teresa de Ávila decía que la oración es un trato de amistad con quien sabemos que nos ama (Dios). De manera similar, Santa Teresita del Niño Jesús la describía como un impulso del corazón. En ambos casos, no se trata de un manual de instrucciones, sino de una “toma de conciencia” de la presencia de Dios, de saber que Él está junto a nosotros: como aquel yo lo miro y Él me mira que respondía el humilde campesino cuando el cura de Ars le preguntaba curiosamente cómo rezaba cuando visitaba a Jesús en el Sagrario.

Avanzando un poco más, resulta interesante – frente al problema del qué decir cuando nos encontramos en actitud de plegaria – la propuesta que nos hace el Catecismo de la Iglesia Católica. El Catecismo recuerda que hay básicamente cuatro modos de rezar, cuatro actitudes orantes frente a Dios, que resumen los estilos de oración de todos los tiempos y lugares:

- La oración de petición (2629-2633): expresa nuestro ser creaturas, con los límites que ello comporta. No somos autosuficientes y nos descubrimos necesitados de Dios tanto en el aspecto material (que nunca nos falte el pan de cada día, o la salud, o los bienes para vivir dignamente) como espiritual (la paz, la unidad, el perdón, la justicia, etc.). Siempre tenemos un motivo para “pedir” algo a Dios.

- La oración de intercesión (2634-2636): se trata de la oración que nos asemeja más a Jesús, porque su misma vida fue una gran intercesión por los hombres ante Dios. En la intercesión se muestra el perfil desinteresado del orante: por un momento nos ponemos nosotros mismos a un costado y hacemos partícipe de la oración a alguien más. San Pedro en su primera carta dice que los cristianos son un pueblo sacerdotal (1Pe 2,9), es decir un pueblo de intercesores, porque han sido puestos en el mundo para mediar por el mundo, para ser ante Dios la voz de los que no tienen voz y ante los hombres la presencia de Dios y de su salvación. La intercesión, en este sentido, es una verdadera misión, un deber que todos los cristianos tenemos con Dios y con los demás.

- La oración de acción de gracias (2637-2638): solo un corazón atento y optimista es capaz de agradecer. Dar gracias significa tener la sabiduría de mirar el propio pasado descubriendo la huella de Dios en las personas y acontecimientos – tanto importantes como insignificantes – que han formado parte de él. No por casualidad la celebración cristiana por excelencia es llamada eucaristía (acción de gracias), ya que los cristianos siempre encuentran en Dios un motivo para hacerlo. Esta actitud, lejos de ser un optimismo ingenuo que no quiere ver las dificultades reales de la vida, es una actitud de fe que sabe ver más allá de la inmediatez de los eventos cotidianos.

- La oración de alabanza (2639-2643): «La alabanza es la forma de orar que reconoce de la manera más directa que Dios es Dios. Le canta por Él mismo, le da gloria no por lo que hace, sino por lo que Él es» (2639). Con estas bellas palabras resume el Catecismo el significado del último estilo oracional. La alabanza es la oración eterna de los ángeles en la presencia de Dios, según nos cuenta el Apocalipsis (4,8-11), es la oración de Jesús cuando estalla de alegría al regresar los discípulos de su misión (Mt 11,25), es el canto del pueblo de Israel cuando experimenta la liberación de Dios luego de cruzar el Mar Rojo (Ex 15). Es la cumbre de la oración: cuando el corazón orante ya no se ve movido por algún motivo (reconocimiento, petición, arrepentimiento) sino que simplemente desea expresar a Dios su grandeza y su bondad.

Ciertamente, los cuatro aspectos no suelen motivarnos de la misma manera cada vez que oramos: en ciertos días nuestro corazón sentirá el deseo de dar gracias por el paso de Dios en nuestra vida a través de una persona o de un hecho concreto. Otras veces sentiremos la necesidad de solicitar a Dios algo que nos está faltando. En no pocas oportunidades vendrá a nuestra mente y a nuestro corazón la imagen de una persona – cercana o lejana – por la cual sentiremos el deber de interceder. Y por último, nos sucederá a menudo, que gozaremos por el solo hecho de estar en la presencia de Dios, alabándolo, diciéndole “cosas hermosas”, como solemos hacer con las personas que amamos, sin que haya un motivo o interés concreto de por medio.

Los cuatro modos de oración se funden, de modo pleno, en la oración litúrgica, que es la oración de la Iglesia por excelencia. En ella los cristianos nos encontramos con Dios como familia, en ella damos gracias, intercedemos, pedimos perdón, alabamos. En ella no solo nuestro espíritu reza sino también nuestro cuerpo: cantamos, escuchamos, nos arrodillamos, nos paramos, movemos las manos, comemos, ungimos, iluminamos, vestimos. En ella recordamos las maravillas de Dios en el pasado para descubrirlo en el presente y fortalecer nuestra esperanza en su promesa futura.

Lo importante, en definitiva, es que estos cuatro aspectos se encuentren presentes en el conjunto de la vida de oración, que exista un equilibrio entre ellos. Si mi oración se basa exclusivamente en la petición, ésta se asimilará más a un intercambio comercial con Dios que a un encuentro desinteresado; si lo único que hago es pedir perdón, la oración irá creando en mí un espíritu de escrúpulos, y dejará de ser un momento de gozo para convertirse en un peso tortuoso; si solo doy gracias o alabo a Dios por sus dones terminaré convirtiendo la oración en un encuentro individualista y narcisista que excluye totalmente a los demás del horizonte de mi vida cristiana. Es solamente integrando mis necesidades individuales con las necesidades de los demás, la madurez y la humildad de saber pedir perdón con la alegría de saber dar gracias, la capacidad de escuchar con la capacidad de responder, que la oración puede volverse realmente fecunda en mi camino de fe.