Una de las frases que más hemos sentido pronunciar a nuestro
papa Francisco ha sido recen por mí. El Santo Padre manifiesta este
deseo a cada persona que se le acerca, no como cliché que repite en
manera mecánica sino como expresión propia de quien es muy consciente de la
fuerza de la oración.
Muchas veces los cristianos nos encontramos con personas que
nos confían – con cierto dolor – que “no saben rezar”, que cuando se encuentran
delante de Dios no saben qué decir, o que escuchando a su alrededor tantas propuestas
de oración (rosario, novenas, oración con la Biblia) se sienten desorientados a
la hora de encontrar el modo más conveniente para ellos. Por eso, me gustaría
proponer algunas migajas del gran tesoro de sabiduría que la Iglesia ha reunido
a lo largo de dos mil años respecto a la oración cristiana.
Ante todo, rehusamos hablar de métodos de oración, ya que no se trata de una técnica (a la manera
del yoga, o de la concentración mental), sino de una actitud frente a Dios. Las técnicas físicas y mentales pueden
ayudar, pueden disponer, pero jamás reemplazar la oración. No se trata de
métodos sino de caminos para
encontrarnos con Dios: lo que importa, en definitiva, es el encuentro.
Resultan interesantes, en este sentido, las definiciones de oración de dos
grandes santas carmelitas. Santa Teresa
de Ávila decía que la oración es un trato de amistad con quien sabemos
que nos ama (Dios). De manera similar, Santa
Teresita del Niño Jesús la describía como un impulso del corazón.
En ambos casos, no se trata de un manual de instrucciones, sino de una “toma de
conciencia” de la presencia de Dios, de saber que Él está junto a nosotros:
como aquel yo lo miro y Él me mira que respondía el humilde campesino cuando
el cura de Ars le preguntaba curiosamente cómo rezaba cuando visitaba a Jesús
en el Sagrario.
Avanzando un poco más, resulta interesante – frente al
problema del qué decir cuando nos
encontramos en actitud de plegaria – la propuesta que nos hace el Catecismo de
la Iglesia Católica. El Catecismo recuerda que hay básicamente cuatro modos de
rezar, cuatro actitudes orantes frente a Dios, que resumen los estilos de
oración de todos los tiempos y lugares:
- La oración de petición (2629-2633): expresa
nuestro ser creaturas, con los
límites que ello comporta. No somos autosuficientes y nos descubrimos necesitados
de Dios tanto en el aspecto material (que nunca nos falte el pan de cada día, o
la salud, o los bienes para vivir dignamente) como espiritual (la paz, la
unidad, el perdón, la justicia, etc.). Siempre tenemos un motivo para “pedir”
algo a Dios.
- La oración de intercesión (2634-2636): se
trata de la oración que nos asemeja más a Jesús, porque su misma vida fue una
gran intercesión por los hombres ante Dios. En la intercesión se muestra el perfil desinteresado del orante: por un
momento nos ponemos nosotros mismos a un costado y hacemos partícipe de la
oración a alguien más. San Pedro en su primera carta dice que los cristianos
son un pueblo sacerdotal (1Pe 2,9),
es decir un pueblo de intercesores,
porque han sido puestos en el mundo para mediar
por el mundo, para ser ante Dios la voz de los que no tienen voz y ante los
hombres la presencia de Dios y de su salvación. La intercesión, en este
sentido, es una verdadera misión, un deber que todos los cristianos tenemos con
Dios y con los demás.
- La oración de acción de gracias (2637-2638): solo
un corazón atento y optimista es capaz de agradecer. Dar gracias significa tener
la sabiduría de mirar el propio pasado descubriendo la huella de Dios en las
personas y acontecimientos – tanto importantes como insignificantes – que han
formado parte de él. No por casualidad la celebración cristiana por excelencia
es llamada eucaristía (acción de
gracias), ya que los cristianos siempre encuentran en Dios un motivo para hacerlo.
Esta actitud, lejos de ser un optimismo ingenuo que no quiere ver las
dificultades reales de la vida, es una actitud de fe que sabe ver más allá de
la inmediatez de los eventos cotidianos.
- La oración de alabanza (2639-2643): «La
alabanza es la forma de orar que reconoce de la manera más directa que Dios es
Dios. Le canta por Él mismo, le da gloria no por lo que hace, sino por lo que
Él es» (2639). Con estas bellas palabras resume el Catecismo el significado
del último estilo oracional. La alabanza es la oración eterna de los ángeles en
la presencia de Dios, según nos cuenta el Apocalipsis (4,8-11), es la oración
de Jesús cuando estalla de alegría al regresar los discípulos de su misión (Mt
11,25), es el canto del pueblo de Israel cuando experimenta la liberación de
Dios luego de cruzar el Mar Rojo (Ex 15). Es la cumbre de la oración: cuando el
corazón orante ya no se ve movido por algún motivo (reconocimiento, petición,
arrepentimiento) sino que simplemente desea expresar a Dios su grandeza y su
bondad.
Ciertamente, los cuatro aspectos no suelen motivarnos de la
misma manera cada vez que oramos: en ciertos días nuestro corazón sentirá el
deseo de dar gracias por el paso de Dios en nuestra vida a través de una
persona o de un hecho concreto. Otras veces sentiremos la necesidad de
solicitar a Dios algo que nos está faltando. En no pocas oportunidades vendrá a
nuestra mente y a nuestro corazón la imagen de una persona – cercana o lejana –
por la cual sentiremos el deber de interceder. Y por último, nos sucederá a
menudo, que gozaremos por el solo hecho de estar en la presencia de Dios,
alabándolo, diciéndole “cosas hermosas”, como solemos hacer con las personas
que amamos, sin que haya un motivo o interés concreto de por medio.
Los cuatro modos de oración se funden, de modo pleno, en la oración
litúrgica, que es la oración de la Iglesia por excelencia. En ella los
cristianos nos encontramos con Dios como familia, en ella damos gracias,
intercedemos, pedimos perdón, alabamos. En ella no solo nuestro espíritu reza sino
también nuestro cuerpo: cantamos, escuchamos, nos arrodillamos, nos paramos,
movemos las manos, comemos, ungimos, iluminamos, vestimos. En ella recordamos las
maravillas de Dios en el pasado para descubrirlo en el presente y fortalecer
nuestra esperanza en su promesa futura.
Lo importante, en definitiva, es que estos cuatro aspectos
se encuentren presentes en el conjunto de la vida de oración, que exista un
equilibrio entre ellos. Si mi oración se basa exclusivamente en la petición, ésta se asimilará más a un
intercambio comercial con Dios que a un encuentro desinteresado; si lo único que
hago es pedir perdón, la oración irá
creando en mí un espíritu de escrúpulos, y dejará de ser un momento de gozo
para convertirse en un peso tortuoso; si solo doy gracias o alabo a Dios por sus dones terminaré convirtiendo la
oración en un encuentro individualista y narcisista que excluye totalmente a
los demás del horizonte de mi vida cristiana. Es solamente integrando mis necesidades
individuales con las necesidades de los demás, la madurez y la humildad de
saber pedir perdón con la alegría de saber dar gracias, la capacidad de
escuchar con la capacidad de responder, que la oración puede volverse realmente
fecunda en mi camino de fe.
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