sábado, 22 de agosto de 2015

La reconciliación, una relación sacramental

Presentación: la misericordia/reconciliación, un escándalo inaceptable

La misericordia es uno de los atributos fundamentales del Dios judeocristiano, a tal punto que define el modo propio que Él tiene para relacionarse con nosotros. El Salmo 135, cuando va relatando detalladamente la liberación de Israel del poder de Egipto intercala continuamente, como un estribillo, la aclamación porque es eterna su misericordia, como si se tratara del motivo y de la finalidad por la cual Dios actúa en medio de nosotros.

La misericordia es, por otro lado, un valor poco comprendido en una cultura como la nuestra, en la que se exalta la necesidad de la justicia como condición fundamental de la convivencia humana. La indignación frente a fenómenos como la inseguridad, la injusticia, la violencia, no deja lugar a una actitud como es la de “dar una nueva posibilidad a quien ha hecho el mal”. A tal punto que, cuando semejante cosa se produce, lo vemos como un acto de debilidad por parte de quien no sabe poner punto final al mal, o incluso de complicidad entre personas que prefieren salvar su pellejo. Al mismo tiempo, en el ámbito específicamente cristiano, la misericordia es vista por muchos como una justificación del pecado: ¿Quién de nosotros no ha escuchado alguna vez la frase: “claro, hacé lo que quieras total después te vas a confesar y listo”?

Quienes “frecuentamos” la misericordia de Dios corremos el riesgo de no percibir su carácter revolucionario y su fuerza transformadora, ya sea porque nos acostumbramos a ella o porque la edulcoramos de tal manera que somos incapaces de percibir las exigencias que la misma conlleva en nuestra vida.

La experiencia real de misericordia es transformadora y reveladora: lleva por sí misma al arrepentimiento, al reconocimiento de la propia fragilidad, al deseo de cambiar la propia vida y comenzar de nuevo. Nunca deja a la persona igual a como la encontró. Y como consecuencia produce siempre la reconciliación, reconstruye puentes, acerca distancias.

Es por eso que nos debemos, como cristianos, una reflexión sobre ella – tan oportunamente propuesta por el Papa Francisco como tema para profundizar durante el año que viene. Si comprendemos el alcance de la misericordia indirectamente revitalizaremos tantos esfuerzos que en nuestra Iglesia se encuentran envejecidos o son incomprendidos.


Introducción: el sacramento de la reconciliación, ámbito privilegiado de la misericordia

La reconciliación es un valor que va más allá del sacramento que lleva su nombre. Sin embargo, es en éste donde la misma encuentra un ámbito privilegiado para expresarse y ser experimentada. Yo quisiera proponerles un recorrido por las 4 partes principales del sacramento, no para dar una clase de teología, sino para confrontar nuestra vida con las diversas etapas que conforman la experiencia de la reconciliación con Dios.

Tomaremos como texto inspirador la Parábola del Padre Misericordioso (Lc 15, 11-32). El mismo refleja las mencionadas etapas, cada una de las cuales refleja un momento del camino, con sus características y consecuencias para la vida espiritual. Se trata concretamente de las siguientes partes:

Contrición: es la experiencia y el sentimiento de la conversión, y no tanto el “dolor por las culpas”, como muchas veces lo comprendemos (esto último en definitiva, es “narcisismo” espiritual). Es el momento de la metanoia, del cambio de mentalidad, en el que tomamos conciencia de que nuestra vida ha ido por la dirección equivocada, en que hemos “malgastado los bienes que se nos han confiado” – como sucede al hijo pródigo – y sentimos el deseo de emprender el camino de regreso.

Confesión: se trata de la exteriorización verbal de la conversión. De aquí que no se trate de una mera “enumeración” de faltas, sino de la necesidad de “contar”, “narrar” la propia vida, compartirla con el Otro. Para los antiguos Padres, la verdadera confesión no se limitaba a “admitir” los pecados, sino que incluía la posibilidad de narrar las maravillas de Dios en la propia vida. Pensemos en las Confesiones de San Agustín; o en el inicio del Salmo 88: cantaré eternamente las misericordias del Señor; o en el Salmo 135, que va alternando como una letanía constante, junto a la narración de la liberación del Éxodo, el versículo porque es eterna su misericordia. Se trata de aquel he pecado contra el cielo y contra ti del hijo que vuelve a su casa, y a quien duele más haber traicionado el amor de su padre que haberse equivocado. Y es que la experiencia de conversión lleva a descubrir, junto a la propia fragilidad, la Presencia evidente y constante de Dios en nuestra vida. Por eso la conciencia de pecado, al menos la verdadera, va siempre de la mano de la conciencia de Dios.

Penitencia: es la concreción del arrepentimiento. No se trata, como tantas veces se entiende, de un mero acto reparador frente a una ofensa infringida, sino de la terapia que busca sanar las heridas que el pecado ha dejado en nosotros. La penitencia debe colaborar en la “liberación” de un corazón oprimido, debe hacer experimentar al pecador arrepentido que su corazón no es una piedra, sino que aún puede ser capaz de amar, que aún tiene algo para dar a los demás.

Perdón: es el acto oficial y solemne de paz con Dios y con la Iglesia. No se trata de una “sentencia favorable” de un Juez bueno sino de la palabra creadora del mismo Dios que es capaz de hacer revivir los huesos secos. Es el soplo que da vida al barro, el aceite del Buen Samaritano que cura nuestras heridas. El abrazo del padre que nos espera al final del camino. Es la certeza de que no estamos solos en este camino de regreso. Es aquel “te perdono” de un amigo que nos libera del peso de una culpa y nos permite volver a sonreír y darle la mano mirándolo a los ojos.
Les propongo que realicemos juntos este camino. Intentemos profundizar cada una de estas etapas para comprenderlas un poco más.


La contrición: la lógica del arrepentimiento

La palabra contrición, en su significado bíblico, hace referencia al aplastamiento, en el sentido de romper y desmenuzar un objeto para destruir su altura, de modo que se vuelva bajo y débil. El corazón contrito es semejante a la piedra que ha sido pulverizada, y ha perdido las durezas que lo volvían impermeable a la acción del Espíritu Santo. La contrición, en este sentido, no destruye el valor humano de la persona, sino que quiebra aquellos aspectos del corazón que se han construido sobre una falsa grandeza: abajar el corazón significa volverlo a sus límites originales, al ser creatura.

La acusación de sí mismo es, podríamos decir, un primer sacrificio, por el cual el penitente renuncia a la auto-justificación y reconoce el punto de vista de Dios: Yo reconozco mi falta, tengo siempre presente mi pecado.

Sin embargo, el arrepentimiento no es un mero esfuerzo psicológico, o una simple toma de conciencia. En él tiene un papel fundamental el Espíritu Santo. Él es – según Jn – quien convence al mundo de su pecado (Jn 6,8). Es quien abre el alma a una visión espiritual, y no solo moral o psicológica de la propia culpa. La visión del mal aislada de la visión de Dios asusta. Si nos falta el conocimiento simultáneo del pecado y del perdón caemos en una visión reducida del hombre y de Dios: miramos al hombre solamente como un ser capaz de multiplicar sus aberraciones, y de este modo lo cubrimos con una apariencia de virtud (lo justificamos), y miramos a Dios en el límite incierto entre la justicia y la misericordia, el poder y la ternura. El Espíritu nos permite salir de la obsesión psicológica de la culpa y abrirnos a la mirada de Dios.

Respecto a los sentimientos que forman parte de la contrición, podemos hablar en primer lugar de la vergüenza por los pecados. Ella nace al darnos cuenta de que, rebelándonos contra Dios, nos hemos rebajado a nosotros mismos, nos hemos despojado de la identidad de hijos, cayendo en la condición lamentable del hijo pródigo que se confunde con los cerdos (Lc 15,16).

El otro sentimiento típico el dolor por los pecados. Pero debemos aclarar: existe un tipo de dolor que levanta al pecador y otro que lo arruina. El arrepentimiento verdadero se produce cuando el pecador se da cuenta que ha traicionado a Dios: contra ti solo pequé. El arrepentimiento dañino es un dolor autorreferencial, es la pena por haberse fallado a sí mismo. Mientras el arrepentimiento sano es objetivo y apunta a devolver el yo a la órbita de Dios, el otro – el dañino – es subjetivo, en cuanto pone al centro el yo psicológico, en torno al cual todo gira. Las consecuencias de un arrepentimiento enfermo son, tantas veces, diversas formas de auto-castigo, a través de las cuales el sujeto intenta experimentar la salvación. Cuando alguien así se acerca al sacramento lo hace solamente movido por la necesidad de encausar su sentimiento de culpa. El arrepentimiento sano, por el contrario, empuja al pecador a aceptar el abrazo paterno en el cual cada intento de auto-redención es sofocado por la única estrategia realmente redentora: el amor del Otro que perdona.

Finalmente, en esta anatomía de la contrición puede existir una tentación: desesperar del Amor de Dios. El mayor obstáculo al perdón no es la gravedad ni la cantidad de pecados, sino el hecho de huir lejos de la mirada divina, engañados por el miedo de que el camino de regreso sea demasiado árido. En este sentido, no es aconsejable la actitud – en apariencia virtuosa – de quien espera a madurar su arrepentimiento para pedir perdón a Dios. El arrepentimiento imperfecto – que la Tradición de la Iglesia ha llamado atrición – es preferible a la soberbia espiritual de quien se funda sobre sus propias razones para pedir perdón a Dios.


La confesión: narrar las maravillas de Dios en nosotros

Desde el punto de vista meramente humano, la necesidad de exhibir en público la esfera de la intimidad es un fenómeno que está de moda en el mundo occidental. Resulta interesante el fenómeno del “confesional televisivo”: «La sociedad narcisista y mediática ha hecho de la confesión, hasta hace poco sospechosa en nombre de la protección de la vida privada, una auténtica categoría del ser: “Yo confieso, luego existo”.» (R. Scholtus). Al mismo tiempo, esto expresa una necesidad confusa de compartir a toda costa con alguien lo que sucede en la esfera más íntima del “yo”, como un modo de hacer frente al terror de la soledad.

Frente a este fenómeno se ha comenzado a valorizar pastoralmente, desde hace ya algunas décadas, el perfil antropológico de la confesión. La misma ha sido reconocida como un valioso medio terapéutico, capaz de llenar los vacíos psicológicos y relacionales. Se ha comenzado a hablar del “sacramento del diálogo”, en el contexto de la conocida “pastoral de la escucha”.

Lamentablemente, tal propuesta ha caído en su propia trampa. Nos hemos dado cuenta que reducir el sacramento a un coloquio ha vaciado de sentido el acto mismo de confesar, al extremo de transformarlo en el acto de confrontarse con la generalidad de los problemas de la vida, con la única particularidad de que se elige como interlocutor un hombre de Iglesia, a quien se atribuye popularmente una cierta autoridad moral y sabiduría humana. Los confesores se han transformado, así, en “psicólogos gratuitos” (citando literalmente una frase que he escuchado).

El peligro se comprende si profundizamos el mismo término “confesión”, la cual es mucho más que una mera “catarsis”. Dicho acto es ante todo un modo de relacionarse con Dios, un modo de reconocerlo, de expresarlo. Veamos algunos elementos de la misma…

El arrepentimiento, una vez que ha madurado espiritualmente, pasa del corazón a los labios y rompe el aislamiento que el pecado había provocado en el sujeto – haciéndolo esconderse de la mirada divina, como Adán en el Paraíso. Mientras el pecado priva a la palabra del soplo divino y enmudece la boca, la confesión, por el contrario, la vuelve a abrir, haciendo decir lo que Dios espera del pecador, y que es indispensable para poder intervenir y perdonarlo: He pecado.

En la confesión, antes que nada, todo depende de la idea de Dios. Si se tiene la imagen de un Dios autoritario, de un juez identificado con la Ley o con un ideal de perfección, quien se confiesa no hará otra cosa que enumerar sus transgresiones y tratar de admitir sus defectos. De este modo existe el peligro de caer en confesiones introspectivas, centradas en el propio “yo”, en las cuales nunca asumimos el rol de penitentes sino que nos volvemos redentores de nosotros mismos, sustituyendo la fe como relación con el Dios viviente por un principio ético, donde el concepto abstracto de bien remplaza al rostro del Bueno.[1]

Resulta interesante constatar que el verbo confesar nace en el contexto cultual del Antiguo Testamento. Significaba proclamar, celebrar, reconocer y profesar la fe en el Dios de la Alianza. Es decir, se trata de la reacción del creyente frente a la conciencia de las maravillas que Dios ha cumplido en favor de su pueblo. La confesión de los pecados, en este sentido, no es un hecho independiente o aislado, sino que es uno de los momentos de la confesión de fe.

La misma dinámica vale para el cristiano. El creyente realiza su confesión en el clima relacional de la paternidad divina, y la realiza como un ejercicio de contemplación y de narración de su historia sagrada, una historia entrelazada por la doble cara de la abundante miseria humana y la sobreabundante misericordia divina. La confesión debe contener un momento “moral” (confesión del pecado), pero también un momento “teologal” (confesión de fe).

De este modo, en el desplazamiento hacia el “Tú” de la relación se puede apreciar la diferencia entre la confesión patológica de un “yo” autorreferencial y la confesión sacramental que llega a pronunciar la palabra de la alteridad: «contra Ti, contra Ti solo he pecado» (Sal 50,6).

Pero la confessio contiene aún un tercer aspecto: la gratitud. Sabemos que la esencia del pecado es la ingratitud (Rm 1,21). La culpa original había deformado la vocación del hombre a la grandeza, haciéndole creer que podía obtener por su cuenta lo que Dios quería ofrecerle como don (Gn 3,5). El hombre abusa del don, utilizándolo al margen del amor y negándose a ser agradecido. En esta ingratitud ama los dones sin amar al Donante. Confesar el pecado significa admitir que se ha abusado de los bienes vitales, no solo en su materialidad, sino en su valor epifánico, de símbolos que comunican el amor del Padre y dan al hombre la posibilidad de transformar este mundo en una transparencia anticipada del Reino. El reconocimiento del valor de don que estos bienes poseen se convierte espontáneamente en gratitud hacia el Creador y hace brotar del corazón una alabanza por su generosidad. Es lo que la Tradición ha llamado la confesión de alabanza.

En síntesis, la confesión de los pecados, la confesión de la fe y la confesión de alabanza son tres momentos de un único proceso en el que el creyente viaja del aislamiento autosuficiente al reconocimiento progresivo de la centralidad de Dios como fundamento de su propia vida. Confesar significa, de este modo, mucho más que descargarnos, o que enumerar nuestras faltas. Es animarnos a mirar a Dios cara a cara y declararle humildemente nuestra condición de creaturas amadas y necesitadas de Él.


La penitencia: la terapia de las obras

Para que la conversión no sea un simple propósito, hace falta que las acciones “hablen” la misma lengua que la confesión del pecado, que su reconocimiento pase de la palabra que lo declara a la acción que intenta remediarlo.

Actualmente, la parte más descuidada del IV sacramento son las obras penitenciales, que ya desde hace algunos siglos, cumplen la mera función de un apéndice devoto al rito, el cual incluso muchos confesores omiten por no considerarlo necesario o no querer entrar en conflicto con el penitente. Sin embargo, nada más equivocado que esta idea.

En los primeros tiempos, las obras penitenciales eran la etapa que más duraba, llegando incluso a 3 años en ciertos períodos de la historia. Y eran la condición para poder recibir el perdón sacramental.
Pero debemos tener cuidado de comprender la penitencia como un castigo o pena por los pecados cometidos. Durante mucho tiempo se ha comprendido de este modo (una “satisfacción” en el sentido pleno de la palabra) y es esta justamente una de las causas por las que hoy en día cuesta tanto trabajo comprender su sentido. Hay que decir que el pecador ya se castiga a sí mismo, en cuanto el pecado provoca una herida o trauma en quien lo comete. El objetivo de la penitencia es la sanación del cristiano, de modo que pueda recuperar su estado original de creatura hecha a imagen de Dios.

El perdón no borra las culpas solo porque la absolución – a la manera de un veredicto judicial – las declare superadas. Lo que el perdón elimina son las huellas,  las cicatrices que el pecado ha dejado y que se hacen sentir bajo forma de división interior o de resistencia a la acción del Espíritu Santo. Pero no basta que uno se declare arrepentido y decida cambiar de vida para que desaparezcan, como por arte de magia, los desordenes provocados por el pecado. La sanación de las heridas es una terapia larga, que lleva su tiempo, ya que el pecado no roza simplemente al sujeto en su superficie, sino que penetra todos los poros de su ser. En este sentido, el “factor tiempo”, la duración de la penitencia, es un elemento necesario que no debe ser subestimado: «el enfermo no sana sino luego de una larga disciplina terapéutica». (S. Agustín).

Las obras penitenciales ayudan a esta pedagogía de conversión. Funcionan como un fármaco que sana poco a poco la herida del pecado liberando al penitente de las inclinaciones al mismo. Pero ellas no pueden darse sin una cierta dosis de dolor psicológico y espiritual, algo que es difícil de aceptar en una cultura que persigue el mito del bienestar y anestesia toda forma de dolor, impidiendo aceptar el sufrimiento como momento pascual de la vida.

Es por eso que a un pecado concreto corresponde una penitencia concreta. La penitencia no debe ser ni demasiado pesada – que aleje al penitente del sacramento y le impida vivir la alegría del perdón – ni mínima o simbólica – dando a entender que el pecado no es algo serio. Los Padres solían decir que «Las cosas contrarias se sanan con las contrarias» (Juan Casiano). Así, por ejemplo, «las obras de humildad se usan contra la soberbia, las de limosna contra la avaricia, etc.».

En síntesis, debemos ser capaces de recuperar la etapa penitencial como parte esencial del sacramento. Y en este sentido, son importantes dos cosas:

La sabia elección de una penitencia adecuada (por parte del confesor, pero que puede resultar del diálogo con el penitente) que pueda colaborar a la sanación de la herida del pecado. Debemos superar las “penitencias estándar”, que nada dicen a la vida concreta de quien se acerca al sacramento.

La recuperación del “factor tiempo” como elemento indispensable. Una penitencia no puede durar 2 minutos. El tiempo habla de la continuidad: si queremos recuperar nuestra autenticidad y sanar nuestras heridas debemos admitir que nuestro pecado, cometido en el pasado, nos pertenece, aunque ello no significa que debamos permanecer anclados al mal que hemos cometido, y mucho menos luego de haber celebrado el sacramento.


El perdón: la resurrección del corazón

Ab-solvere significa disolver, desatar, liberar de. Se trata del acto del sacramento en el que el pecador se abre a una condición de libertad, de la cual se había visto privado.

Sin embargo, también este término comporta algunos peligros. El cristiano se ha acostumbrado a pensar en la absolución como un veredicto pronunciado por un tribunal. Como si el perdón de los pecados consistiera principalmente en la “declaración” de inocencia de una culpa de la que se es acusado. El pecado, en este caso, tendría efectos solamente exteriores al hombre: se trataría, en todo caso, de una ofensa a Dios, o de una transgresión de su Ley.

Por el contrario, el perdón, más que la cancelación de una pena es una participación renovada en la vida trinitaria: no es el efecto de una acción que el Espíritu realiza a la distancia, sino la comunicación personal del mismo Espíritu que penetra en el corazón del pecador y lo abre a recibir la compasión del Padre. El Espíritu Santo mismo es el perdón de los pecados. Pensemos en que el pecado no es otra cosa que una relación truncada, una ruptura, y que el Espíritu es comunión. Una vez que ha sido derramado en el corazón, se vuelve el vínculo de amor que reconcilia al hombre con las personas divinas. De este modo, reconciliándose con Dios, el hombre se une a Aquél en el cual todo se encuentra unido y encuentra el camino para su íntima unión con todo. El efecto final del sacramento es el de arrancar al hombre de la situación de aislamiento y de separación producida por el pecado, para unirlo, espiritual y físicamente, a toda la realidad eclesial, humana y cósmica.

El perdón es una verdadera resurrección espiritual en la vida del pecador: el evento anticipado – en el interior del corazón – de aquella resurrección que un día volverá inmortal y glorioso su cuerpo. El pecador es perdonado en un “cara a cara” con el Resucitado, quien desciende a los infiernos de su angustia, lo visita, y lo despierta a la vida bautismal.

Muchos cristianos, incluso luego de haber recibido la absolución, continúan reprochándose los pecados del pasado, haciendo que este permanente recuerdo los atormente. El mal ha dejado en ellos una huella tan profunda que se ha convertido en una constante memoria negativa. Aunque traten de arrancar ciertos hechos de su pasado, no logran hacerlo, y sienten que su futuro se verá fatalmente condicionado por los mismos. Semejante experiencia brota de una visión exclusivamente horizontal de la historia personal. Una verdadera experiencia del perdón permite sanar la memoria humana insertándola en la memoria de la redención. Dios no sella los instantes de la vida de sus hijos, como si cada acto tuviera un sentido definitivo en el momento en el que es realizado. Sería un error confundir el perdón con el olvido. Más que una amnesia del mal, el perdón es una anamnesis continua del pecado perdonado. Es una memoria pascual: recordamos el mal, pero al mismo tiempo somos conscientes de que alguien se ha hecho cargo de él.



[1] Recordemos que el Papa Benedicto decía al comienzo de su encíclica Deus caritas est, que la fe es ante todo el encuentro con una persona viva, y no un conjunto de normas éticas o de postulados racionales.

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