sábado, 7 de noviembre de 2015

Un nuevo modo de decir a Dios: La misericordia y el Año Jubilar en la bula Misericordiae Vultus del Papa Francisco

Con ocasión del Año Santo de la misericordia, que comenzará el 8 de diciembre en todo el mundo, el Papa Francisco nos ofrece en su Bula programática una hermosa presentación sobre la naturaleza y la importancia de la misericordia en la vida del cristiano. Queremos ofrecer, con estas breves líneas, 8 puntos en torno al tema que están presentes en el documento papal, y que nos pueden servir como fuente de inspiración para vivir en profundidad el Año Jubilar.

La misericordia: revelación del ser divino

Repetidas veces en la Bula el Papa Francisco afirma que la misericordia es epifanía del mismísimo Misterio divino, es parte de la Revelación histórica y por etapas a su Pueblo: El Padre, «rico en misericordia» (Ef 2,4), después de haber revelado su nombre a Moisés como «Dios compasivo y misericordioso, lento a la ira, y pródigo en amor y fidelidad» (Ex 34,6) no ha cesado de dar a conocer en varios modos y en tantos momentos de la historia su naturaleza divina (MV 1). Y no sólo en el Sinaí, sino que el mismo Jesús encarna en su vida, en sus palabras, gestos y actitudes la misericordia y la compasión de Dios (MV 8). El Papa resalta especialmente las parábolas dedicadas a la misericordia (MV 9) cuyo objetivo, sabemos, no sólo es proponer un tipo de conducta ideal para el cristiano, sino que buscan entreabrir el velo del misterio divino, la naturaleza del Reino de Dios: Él es un Padre que jamás se da por vencido hasta tanto no haya disuelto el pecado y superado el rechazo compasión y la misericordia.

Esta verdad tiene al menos dos consecuencias con proyecciones pastorales. En primer lugar, muestra que la misericordia no es una mera “actitud” de Dios para con nosotros. Ni siquiera se trata de una postura asumida en determinadas situaciones de pecado, como si el corazón de Dios pudiera cambiar con la realidad misma. Ella nace de un “amor visceral” (rahamim), de lo más íntimo del ser divino (MV 6). Si Dios no fuera misericordioso dejaría de ser Dios y pasaría a ser una creatura (MV 21). Desde el punto de vista pastoral, esto nos obliga a aceptar que la misericordia no puede ser un simple programa o método de captación de las personas, ni mucho menos una postura impostada en un momento determinado – el Año jubilar – destinada a caducar apenas se presenten nuevas propuestas pastorales. La misericordia debe reflejar una espiritualidad, un modo de concebir la fe y a Dios mismo.

Esto nos lleva a un segundo punto. La “autenticidad divina” de la misericordia pone en juego el verdadero conocimiento de Dios. Sabemos que la misión de la Iglesia busca que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad (1Tim 2,4). Y no pocas veces solemos hablar de que la falta de fe del hombre actual hunde sus raíces en un conocimiento deformado o incompleto de Dios. El mismo Pablo llegó a afirmar que los contemporáneos de Jesús no habrían crucificado al Señor de la gloria si hubiesen conocido el misterio de la sabiduría divina (cf. 1Cor 2,8). ¿No podemos concluir que en el rostro misericordioso de la Iglesia se decide el encuentro entre el Dios verdadero y el hombre de nuestro tiempo? La falta de misericordia ¿no es una privación de Dios, un escondimiento de su rostro, una provocación a la idolatría que tantas veces criticamos en nuestros contemporáneos?

Finalmente, la originalidad del Dios cristiano puede ser admirada en su modo particular de proponer la difícil relación entre la justicia y la misericordia. Una relación, que no sólo es conflictiva para nuestra cultura – la justicia reclamada como prioridad absoluta frente al caos de violencia e inseguridad – sino para los mismos cristianos: no es un secreto, desde el punto de vista relacional, cuán difícil resulta la vivencia del perdón en tantos corazones heridos. Incluso pastoralmente, no pocas veces nos sorprendemos divididos respecto al modelo de Iglesia que deseamos: ceder ante las exigencias implicaría un relajamiento de las costumbres cristianas – afirman algunos – a lo que otros contestan que una Iglesia del mero cumplimiento aleja a las personas. El Papa Francisco recuerda, en este sentido, la complementariedad entre la justicia y la misericordia, pero intentando superar equívocos respecto a ambos términos y mostrando cómo en Dios encuentran su verdadero sentido y equilibrio: Si Dios se detuviera en la justicia dejaría de ser Dios, sería como todos los hombres que invocan respeto por la ley. La justicia por sí misma no basta, y la experiencia enseña que apelando solamente a ella se corre el riesgo de destruirla. Por esto Dios va más allá de la justicia con la misericordia y el perdón. Esto no significa restarle valor a la justicia o hacerla superflua, al contrario. Quien se equivoca deberá expiar la pena. Solo que este no es el fin, sino el inicio de la conversión (MV 21).

La misericordia: revelación del ser del cristiano

La parábola del servidor despiadado – en la cual se detiene particularmente el Papa – establece una relación esencial entre la misericordia vertical (de Dios para con nosotros) y la horizontal (de los cristianos entre sí): Jesús afirma que la misericordia no es solo el obrar del Padre, sino que ella se convierte en el criterio para saber quiénes son realmente sus verdaderos hijos. Así entonces, estamos llamados a vivir de misericordia, porque a nosotros, en primer lugar, se nos ha aplicado misericordia (MV 9). De aquí que la misericordia no sólo revele la esencia de Dios, sino también la esencia del cristiano.

Mutatis mutandi, la compasión cristiana no brota de un sentimiento de lástima – y por ende de superioridad – hacia quienes viven una vida diversa de la nuestra, hacia quienes han errado su camino o hacia quienes no comulgan con nuestras ideas. Ella nace de la propia experiencia de haber sido perdonados. No puede ser casualidad la relación entre el lema elegido por el Papa Francisco – miserando atque eligendo –, reflejo de una conciencia redimida, y su actitud constante de preferencia por los marginados (encarnada en los países que ha elegido visitar, en las personas que recibe en sus audiencias y en el tono de sus discursos).

Por eso, entendemos que el programa del “año de gracia” jubilar no es intimista sino misionero. Es una oportunidad para llegar a los que sufren de distintos modos (MV 16 y 19). Esta perspectiva kerigmática de la misericordia va en consonancia con el lema: Misericordiosos como el Padre (MV 14).

La misericordia como revolución cultural

El Cardenal Kasper constata el carácter revolucionario del anuncio de la misericordia en nuestro tiempo[1]. Frente al drama del dolor, de las grandes tragedias de nuestro siglo (las guerras mundiales, las torres gemelas, los genocidios) un Dios misericordioso es rechazado – en el mejor de los casos – como un Dios débil, impotente para intervenir a favor del hombre: el sufrimiento en el mundo es probablemente el argumento de mayor peso del ateísmo moderno[2].

Es un drama ante el cual no podemos ser ingenuos. Ya hemos dicho que, por motivos obvios, nuestra cultura exalta la necesidad de la justicia como condición fundamental de la convivencia humana. La indignación frente a fenómenos como la inseguridad, la injusticia, la violencia, no deja lugar a una actitud como es la de dar una nueva posibilidad a quien ha hecho el mal. A tal punto que, cuando algo así sucede, lo juzgamos como un acto de debilidad por parte de quien no sabe poner punto final, o incluso de complicidad entre personas que prefieren salvar su pellejo. Traducido al ámbito cristiano, esta crisis se refleja en una visión de la misericordia como justificación del pecado, como un «total Dios perdona», y por ende como un signo de su incapacidad frente a la libertad humana.

El Papa, citando a Tomás de Aquino, recuerda que la misericordia no es signo de debilidad sino de la grandeza divina (MV 6). Es una cualidad que exalta su cercanía y su preocupación por la vida y las vicisitudes de cada ser humano. El Dios (el cristiano) misericordioso no establece relaciones de compromiso con quien tiene delante, sino que “se hace cargo”, asume su vida como viene dada e intenta transformarla. Resulta significativo que el entonces Cardenal Bergoglio llamara la atención hace algunos años sobre este aspecto cuando describía el corazón misericordioso del pastor: Suele suceder que muchas veces nuestros fieles, en la confesión, se encuentran con sacerdotes laxistas o sacerdotes rigoristas. Ninguno de los dos logra ser testigo del amor de misericordia que nos enseñó y nos pide el Señor porque ninguno de los dos se hace cargo de la persona; ambos –elegantemente- se los sacan de encima. El rigorista lo remite a la frialdad de la ley, el laxista no lo toma en serio y procura adormecer la conciencia de pecado. Sólo el misericordioso se hace cargo de la persona, se le hace prójimo, cercano, y lo acompaña en el camino de la reconciliación.[3]

De aquí que el anuncio de la misericordia tenga una dimensión profética irrenunciable. Frente al desvanecimiento cultural de la experiencia del perdón (MV 10) la actitud misericordiosa de la Iglesia vuelve a ser un oasis en el desierto, pero al mismo tiempo se convierte en denuncia para el hombre altaneramente justiciero, para el hombre vengativo, para el hombre desentendido e individualista. La comunidad cristiana está llamada a mostrar que misericordia y justicia son dos caras de una misma realidad que brota de una genuina preocupación por la dignidad de las personas (MV 20).

La Puerta: acceso a corazón de Dios y de los hermanos

Algunos de los argumento hasta ahora desarrollados nos sugieren la fuerza simbólica de la Puerta Santa. No se trata simplemente de un gesto devocional o catequístico, sino que nos indica “el movimiento de la misericordia”. Se trata de una experiencia que debe ser transitada, atravesada, ante la cual no somos sujetos pasivos. La misericordia no es un regodeo intimista que inflama mi propia subjetividad, sino que es un movimiento de salida que incluso exige dejar un espacio para adentrarse en otro.

En primer lugar, la misericordia es acceso al misterio de Dios. Quien quiera conocerlo debe animarse a experimentar su amor visceral, debe atreverse a romper ciertos cerrojos, pre-conceptos y debe ponerse en camino. En la parábola del Padre Misericordioso (Lc 15), sólo la decisión del regreso permitió al hijo experimentar la misericordia del padre. Resulta enriquecedor que en nuestra diócesis la Puerta jubilar ofrezca el itinerario de conversión que recorrió el hijo de la parábola, ya que ella no es otra cosa que una invitación a viajar al corazón del Padre: Él nunca se cansa de destrabar la puerta de su corazón para repetir que nos ama y quiere compartir con nosotros su vida (MV 25).

En segundo lugar, la Puerta nos permite entrar en el misterio del hermano. La propuesta de una “única” Puerta en cada diócesis sugiere la idea de que la misericordia debe ser vivida ante todo como Pueblo cristiano. No se trata de una experiencia personal, sino de la conciencia comunitaria de que Dios está presente en medio de nosotros. La Puerta Santa nos introduce, en definitiva, en la Iglesia, signo de la comunidad viva de los creyentes, y sólo en este ámbito de comunión podemos experimentar su misericordia: atravesando la Puerta Santa nos dejaremos abrazar por la misericordia de Dios y nos comprometeremos a ser misericordiosos con los demás como el Padre lo es con nosotros (MV 14). La misericordia nos permite descubrir al hermano como sacramento de Cristo (MV 15).

La misericordia como lectura de la realidad

La misericordia de Dios no es una idea abstracta sino que se revela en acciones concretas (MV 6). La historia de la salvación está llena de ejemplos, como lo ilustra el Salmo 135 (MV 7). Esta alabanza agradecida revela una lectura de la realidad bajo el signo de la misericordia. La misericordia es hermenéutica, interpretación de los acontecimientos humanos y al mismo tiempo certeza de la Presencia de Dios. A partir de una lectura misericordiosa de la historia, la realidad rompe su hermetismo horizontal y se abre a la irrupción de la eternidad en lo cotidiano, y de modo especial en las dificultades.

Es interesante que el Papa resalte la necesidad de volver a escuchar la Palabra de Dios como presupuesto para asumir la misericordia como estilo de vida (MV 13). Una Palabra que, como sabemos, no se limita a las Sagradas Escrituras sino que se manifiesta en el libro de la creación. La escucha sugiere atención (no es lo mismo que oír), capacidad de escrutar, de interpretar lo que Dios y la realidad tienen para decirnos.

El Año Jubilar como “tiempo extraordinario de gracia” (MV 5) muestra, además, que la misericordia tiene una dimensión temporal, que su experiencia solo es posible a través del tiempo. Se ha dicho que “el tiempo es superior al espacio”. El mundo de las estrategias militares lo muestra con total crudeza[4]. Durante siglos las guerras han privilegiado el espacio por sobre el tiempo: vencía quien poseía el espacio más amplio. Las guerras modernas (Vietnam, el fenómeno del terrorismo o de la guerrilla, etc.) han demostrado, sin embargo, que se puede vencer de otro modo: actuando tácticamente, esperando el momento oportuno para atacar. En la Iglesia, por mucho tiempo hemos tenido una idea geográfica de la misión. Ésta debía ser hasta los confines del mundo (Hch 1,8). Hoy, la nueva vivencia del tiempo y del espacio nos obliga a pensar la fe con otras categorías.[5] La misma no implica prioritariamente, en la era global, alcanzar espacios que aún no han conocido a Cristo – los límites espaciales han sido relativizados –, sino ayudar al creyente a realizar un camino hacia una plenitud anhelada. La lógica del proceso triunfa en nuestra cultura por sobre la lógica de los resultados: Una impostación ligada más bien a la doctrina, al espacio por ocupar, prestará mayor atención a los resultados, mientras la lógica de la misericordia se concentra más en los procesos, en los itinerarios, en el tiempo[6].

La misericordia como nuevo lenguaje

El Año de la misericordia se enmarca en el 50° Aniversario de la conclusión del Concilio Vaticano II (MV 4). Se trata de un evento significativo en el que la Iglesia tomaba conciencia de la necesidad de hablar de Dios a los hombres de un modo nuevo. El Papa Francisco evoca este gran intento pastoral como una inspiración para nuestro tiempo: la Iglesia debe encontrar un nuevo lenguaje comprensible al hombre contemporáneo.

La misericordia, en este sentido, es la categoría por excelencia del magisterio papal. Se trata de una verdadera “categoría matriz”, es decir, desde la cual intenta dar forma a la totalidad de la experiencia cristiana: El magisterio del Papa Francisco ha retomado algunos temas centrales del Vaticano II, que sin embargo no tenían una categoría unifícante que les permitiera recorrerlos en su compleja articulación (…). El Papa Francisco ha logrado utilizar – y decir – una sola palabra para dar una forma a la compleja articulación de las cuestiones. La categoría de la “misericordia” puede ser la clave, el nuevo marco para repensar una forma cristiana radical[7].

De modo particular, el Pontífice asocia esta categoría unifícante al lenguaje terapéutico. Él mismo se encarga de citar a los dos Papas conciliares. Juan XXIII proponía usar la medicina de la misericordia y no empuñar las armas de la severidad[8]. Pablo VI, por su parte, aludía a la parábola del Buen Samaritano como fuente de la espiritualidad del Concilio, al mismo que tiempo retomaba la imagen medicinal: El Concilio ha enviado al mundo contemporáneo en lugar de deprimentes diagnósticos, remedios alentadores[9]. Francisco retoma este estilo en la Bula, aplicándolo a la misericordia: ella es el remedio que sana las heridas de los hombres (MV 15). No exageramos si afirmamos que para el Papa la enfermedad es el nuevo vocabulario de la moral. Recordemos cuando habló, por ejemplo, de los pecados de la Curia Romana sin entrar en categorías culpabilizantes sino utilizando un lenguaje sanitario: las enfermedades[10]. De aquí también la idea de la Iglesia como hospital de campaña, como ámbito que debe aliviar el dolor antes que tratar la enfermedad.

La misericordia como ejercicio

El Papa hace mención de tres prácticas relacionadas con la misericordia, propicias para ser practicadas durante el Año Jubilar. Se trata de la peregrinación (MV 14), las obras de misericordia (MV 15) y las indulgencias (MV 22). Cada una de ellas indica, podríamos decir, un camino u orientación de la misericordia…

En primer lugar, la peregrinación – que como bien sabemos y el mismo Papa recuerda, simboliza el camino de nuestra vida – muestra al cristiano que la misericordia es una meta por alcanzar y requiere compromiso y sacrificio (MV 14). En ella, la misericordia toma la forma de un viaje hacia Dios. Ya hacíamos alusión a esta idea cuando hablábamos de la Puerta Santa: sólo quien se pone en movimiento, sólo quien rompe la pasividad y el aislamiento – como el hijo menor de la parábola – es capaz de experimentar la misericordia. Todos los que hemos hecho alguna vez la experiencia de peregrinar sabemos del sacrificio y renuncias que comporta. Pues bien, el abrazo consolador del Padre debe ser buscado, anhelado, conseguido. Por eso, sólo experimentará la misericordia quien la desea.

Así como la peregrinación inserta la misericordia en un camino de elevación – subir la montaña santa, correr hacia los brazos del Padre que nos espera al final del camino – las obras de misericordia espirituales y corporales (MV 15) prolongan en sentido horizontal este rasgo fundamental del cristiano. Se suele remarcar, en consonancia con el evangelio, que sólo puede ser misericordioso quien ha experimentado en su propia vida la misericordia (aunque la parábola del servidor despiadado, en Mt 18, nos muestre que no se trata de una ley matemática). En este sentido, no es menor el hecho de que se califique “de misericordia” este conjunto de obras consagradas por la Iglesia: sólo puede vivirlas en su verdadero sentido quien ha hecho una experiencia personal de perdón. De otro modo podrían ser denominadas simplemente “obras de amor” o de “bondad”, o “actos de altruismo”. Sin embargo, su naturaleza misma las ubica como respuesta, como devolución a un acontecimiento previo. Podríamos afirmar, sin exagerar, que si no nos descubrimos sedientos, hambrientos, desnudos, forasteros o enfermos, que si no sentimos el deseo de buscar consejo, de aprender, de ser consolados, que si no aceptamos la corrección o valoramos la paciencia y la oración de quienes nos rodean, no estaremos en condiciones de practicar las obras de misericordia.

Por último, como en cada Año jubilar, el Papa recuerda la importancia de las indulgencias (MV 22). Las mismas son definidas por el Código de Derecho Canónico como «la remisión ante Dios de la pena temporal por los pecados, ya perdonados en cuanto a la culpa, que un fiel dispuesto y cumpliendo determinadas condiciones consigue por medio de la Iglesia, la cual, como administradora de la redención, distribuye y aplica con autoridad el tesoro de las satisfacciones de Cristo y de los Santos» (c. 992). Las mismas presuponen una distinción que no siempre tenemos en cuenta: una cosa es la culpa (perdonada en el sacramento de la reconciliación), y otra la pena, es decir, las consecuencias o heridas que este pecado ha dejado en quien ha sido afectado por él (ya sea el mismo pecador u otra persona). Esta herida debe ser sanada – generalmente con la penitencia –, más allá del perdón. Las indulgencias hacen referencia a esta pena: libran a quien ha pecado de tener que reparar el daño causado con su pecado.

Por otro lado, la doctrina de las indulgencias hace referencia al Tesoro de la Iglesia: desde antiguo los cristianos han creído que el martirio de los santos y, sobre todo, la vida y Pasión de Cristo, redundan en beneficio de toda la Iglesia. Es decir, en este camino de reparación o sanación el pecador no está sólo, sino que cuenta con la ayuda de Cristo y de los santos.

En algunos momentos de la historia de la Iglesia se ha caído en una concepción jurídica de la gracia y del perdón: el pecado como delito que debe ser pagado a quien ha sido perjudicado (Dios y el prójimo). Muchos han criticado el hecho de que las indulgencias parecían un atajo, o una “compra” del perdón. Y debemos admitir que esto ha sido siempre un riesgo. Incluso en nuestros días, la mayor parte de los cristianos, o bien no entienden la lógica de las indulgencias, o bien no la comparten. El Papa Francisco las propone en su sentido verdadero, que podemos aprovechar para profundizar y comunicar a los fieles en este Año de la misericordia. En la base de la doctrina sobre las indulgencias se aprecia una fina percepción de cómo el hombre entra y sale de una situación de error: el pecado quiebra algo que no puede ser fácilmente restaurado, más allá de que exista el perdón. Este fenómeno es comprobable incluso en el ámbito puramente humano, sobre todo en los casos en los que se traiciona la confianza (infidelidad en las parejas o entre amigos). Hace falta tiempo y esfuerzo para reconstruir la relación. La posibilidad de acortar este camino está en manos sólo de quien ha sido ofendido.

El sacramento de la reconciliación como ámbito privilegiado de la misericordia

El Papa destaca, finalmente, el sacramento de la Reconciliación como ámbito privilegiado de misericordia (MV 17). Se resalta especialmente la actitud misericordiosa de los confesores, que va más allá de su respuesta concreta frente a la confesión del penitente, sino que se extiende a actitudes como la acogida, la comprensión, etc.

El sacramento, para ser ámbito de una verdadera experiencia de la misericordia, no puede limitarse a un diálogo apurado en el confesionario. En este sentido, creemos que la invitación del Papa es una oportunidad para rescatar la verdadera experiencia celebrativa de la Reconciliación, lo cual es posible sólo si se respetan cada una de sus partes:

La contrición: es la experiencia de la conversión, y no tanto el “dolor por las culpas”, como muchas veces lo comprendemos (esto último en definitiva, es “narcisismo” espiritual). Es el momento de la metanoia, del cambio de mentalidad, en el que tomamos conciencia de que nuestra vida ha ido por la dirección equivocada, en que hemos “malgastado los bienes que se nos han confiado” – como sucede al hijo pródigo – y sentimos el deseo de emprender el camino de regreso.

La confesión: la misma va mucho más allá de una mera “enumeración” de faltas. Consiste en la necesidad de “contar”, “narrar” la propia vida, compartirla con el Otro. Para los antiguos Padres, la verdadera confesión no se limitaba a “admitir” los pecados, sino que incluía la posibilidad de narrar las maravillas de Dios en la propia historia. Se trata de aquel he pecado contra el cielo y contra ti del hijo que vuelve a su casa, y a quien duele más haber traicionado el amor de su padre que haberse equivocado. Y es que la experiencia de conversión lleva a descubrir, junto a la propia fragilidad, la Presencia evidente y constante de Dios en nuestra vida. Por eso la conciencia de pecado, al menos la verdadera, va siempre de la mano de la conciencia de Dios.

https://w2.vatican.va/content/francesco/es/apost_letters/documents/papa-francesco_bolla_20150411_misericordiae-vultus.html
La penitencia: es la concretización del arrepentimiento. No se trata, como tantas veces se entiende, de un mero acto reparador frente a una ofensa infringida, sino de la terapia que busca sanar las heridas que el pecado ha dejado en nosotros. La penitencia debe colaborar en la “liberación” de un espíritu oprimido, debe hacer experimentar al pecador arrepentido que su corazón no es una piedra, sino que aún puede ser capaz de amar, que aún tiene algo para dar a los demás.

El perdón: al menos desde el punto de vista experiencial, va mucho más allá de la absolución del ministro. No se trata de la “sentencia favorable” de un Juez bueno sino de la palabra creadora del mismo Dios que es capaz de hacer revivir los huesos secos. Es el soplo que da vida al barro, el aceite del Buen Samaritano que cura nuestras heridas. El abrazo del padre que nos espera al final del camino. Es la certeza de que no estamos solos en este regreso. Es aquel “te perdono” de un amigo que nos libera del peso de una culpa y nos permite volver a sonreír y darle la mano mirándolo a los ojos.




[1] Cf. W. Kasper, La misericordia. Clave del evangelio y de la vida cristiana (1. La misericordia: un tema actual pero olvidado), Sal Terrae, Santander 2012, 11-28.
[2] Kasper, La misericordia…, 12.
[3] J. Bergoglio, El mensaje de Aparecida a los presbíteros. Mensaje en el V Encuentro Nacional de Sacerdotes, Villa Cura Brochero, 11 de septiembre de 2008, 15.
[4] Cf. Michel de Certeau, L’invenzione del quotidiano, Edizioni Lavoro, Roma 2010, 69-75.
[5] Cf. S. Morra, Dio non si stanca. La misericordia come categoria teologica, EDB, Bologna 2015, 113-120.
[6] Morra, Dio non si stanca..., 118.
[7] Morra, Dio non si stanca, 17-18.
[8] Juan XXIII, Discurso de apertura del Conc. Vat. II, Gaudet Mater Ecclesia, 11 de octubre de 1962, 2-3.
[9] Pablo VI, Alocución en la última sesión pública, 7 de diciembre de 1965.
[10] Francisco, Discurso en la Presentación de las Felicitaciones Navideñas a la Curia Romana, 22 de diciembre de 2014.

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